“No, sino por precio te lo compraré; porque no ofreceré a Jehová mi Dios holocaustos que no me cuesten nada.” 2 Samuel 24:24
La vida cristiana es un llamado ineludible a la adoración, un eco constante de nuestro ser interior que responde a la inmensidad, santidad y amor de Dios. No es un acto secundario o una actividad programada; es el propósito primordial de nuestra existencia. Sin embargo, en un mundo saturado de ofertas superficiales y soluciones rápidas, a menudo reducimos la adoración a meras formalidades. Nos preguntamos, ¿es adorar simplemente entonar una canción los domingos, recitar una oración breve antes de dormir, o entregar un diezmo con la esperanza de una bendición tangible? Para el rey David, la adoración trasciende estas nociones; no era una transacción sin alma, sino una ofrenda personal y profundamente costosa. Su convicción quedó grabada para siempre en las Escrituras, en 2 Samuel 24:24, donde, al rechazar una ofrenda gratuita para el sacrificio, declaró con una resolución inquebrantable: “No, sino por precio te lo compraré; porque no ofreceré a Jehová mi Dios holocaustos que no me cuesten nada.”
Para captar la inmensidad de esta declaración, es crucial sumergirse en su contexto. El libro de 2 Samuel relata cómo David, en un acto de orgullo y confianza en su propia fuerza militar en lugar de en la provisión de Dios, ordenó un censo de la nación. Este pecado de soberbia provocó la ira de Dios y el consecuente juicio en forma de una plaga que devastó a su pueblo. Ante la calamidad, el corazón de David se quebrantó en un arrepentimiento genuino. El Señor, en su misericordia, le instruyó a construir un altar en la era de Arauna el jebuseo para detener la pestilencia. Cuando Arauna vio al rey, su corazón se conmovió, y en un gesto de gran gracia y generosidad, le ofreció todo lo necesario para el sacrificio: la era, los bueyes y la madera, todo de forma gratuita. Pero la respuesta de David es lo que define el verdadero corazón del adorador: se rehusó a aceptar algo que no le costara. Su declaración no era un rechazo a la generosidad de Arauna, sino una profunda convicción de que el sacrificio de adoración debe emanar de una entrega que se siente, que duele, que tiene un valor intrínseco porque nos ha costado algo.
Este principio de adoración costosa no es una singularidad de David; es un hilo de oro que se teje a través de toda la historia bíblica. En el Antiguo Testamento, la adoración genuina siempre implicó una entrega de valor. Pensemos en el holocausto, una ofrenda cuyo nombre hebreo, `olah, significa “lo que sube,” porque el animal era completamente consumido por el fuego, sin dejar nada para el adorador. Era un sacrificio total, una rendición completa. De la misma manera, la fe de Abraham, a quien se le llama el padre de la fe, fue probada no con un acto trivial, sino con la entrega de lo que más amaba y lo que representaba la promesa de su linaje: su hijo Isaac (Génesis 22). Su obediencia, que le costó el dolor de su corazón, fue contada como justicia. En contraste, el profeta Malaquías condenó sin paliativos a un pueblo que ofrecía a Dios animales cojos y ciegos, lo que no les representaba una verdadera pérdida (Malaquías 1:6-14). Su adoración era una farsa, una ofrenda de segunda mano que Dios, en su santidad, rechazó. El mensaje es inequívoco: lo que no nos cuesta nada no tiene valor para Dios. La reverencia y el temor del Señor se manifiestan en la disposición a entregar lo mejor de nosotros.
Este principio encuentra su máxima y más profunda expresión en el Nuevo Pacto. El sacrificio de nuestro Señor Jesucristo no fue una ofrenda “barata” o fácil. Juan 3:16 nos recuerda que Dios Padre “dio” a su único Hijo, el costo más alto imaginable para redimir a la humanidad caída. Jesús mismo, a quien el apóstol Pablo describe en Filipenses 2:5-8, se despojó de su gloria divina, adoptando la forma de siervo, humillándose hasta la muerte, y muerte de cruz. Su sangre derramada (Hebreos 9:12, 28) se convirtió en el holocausto perfecto que nos compró y nos limpió de todo pecado. En 1 Corintios 6:20, el apóstol nos dice: “Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios.” Nuestro nuevo nacimiento, nuestra libertad de la esclavitud del pecado y nuestra vida eterna son un regalo, sí, pero un regalo que fue adquirido por un costo infinito que nosotros jamás podríamos haber pagado.
El Costo Personal en la Alabanza
En la práctica, nuestra adoración y alabanza deben reflejar esta verdad. Alabar a Dios no es solo levantar las manos o cantar una canción que nos gusta. A veces, la verdadera adoración surge en medio de la adversidad, cuando la alabanza no es fácil. Consideremos el ejemplo de Job, quien, habiendo perdido todo, se postró y adoró, diciendo: “Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito” (Job 1:21). Su alabanza le costó su comodidad, su entendimiento y su dolor. O el caso de Pablo y Silas, quienes, encarcelados y con sus pies en el cepo, no se quejaron, sino que oraron y cantaron alabanzas a Dios (Hechos 16:25). Esa alabanza, nacida en la oscuridad de una prisión, fue una ofrenda costosa que conmovió los cimientos de la cárcel. Adorar a Dios con un corazón quebrantado y contrito (Salmo 51:17), en momentos de debilidad o en medio de pruebas, es el tipo de sacrificio que Dios valora profundamente. El salmista nos invita a “ofrecer a Dios sacrificio de alabanza” (Hebreos 13:15), un acto que implica nuestra voluntad, nuestras emociones y nuestra resistencia, incluso cuando el entorno no nos inspira a hacerlo.
La Excelencia en el Servicio al Señor
La convicción de David de no ofrecer a Dios un holocausto que no le costara nada se extiende a todo aspecto de nuestro servicio al Señor. La excelencia en la obra de Dios no es un sinónimo de perfeccionismo humano o de buscar la gloria personal; es una manifestación de honor y respeto hacia Aquel a quien servimos. Pensemos en la construcción del tabernáculo en el Antiguo Testamento. Dios no dio instrucciones vagas, sino un plan meticuloso para que cada detalle fuera ejecutado con precisión y belleza (Éxodo 25). Los artesanos fueron llenos del Espíritu Santo no solo para profetizar, sino para realizar trabajos artísticos y manuales con excelencia. Esto nos enseña que Dios se deleita en la calidad de nuestra ofrenda, ya sea un sermón, un canto, el cuidado de un niño, la limpieza del templo o la administración de las finanzas.
En el Nuevo Testamento, el apóstol Pablo exhorta a los creyentes en Colosenses 3:23-24: “Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres; sabiendo que del Señor recibiréis la recompensa de la herencia, porque a Cristo el Señor servís.” Este versículo une la motivación del corazón con la calidad de la acción. El servicio para Dios debe ser hecho con la mayor dedicación, como si Jesús mismo fuera nuestro supervisor y destinatario directo. El precio de la excelencia es la diligencia, la preparación, la humildad para aprender y la negación de la pereza. Es el corazón que, como el de David, no se conforma con lo fácil o lo que no cuesta, sino que busca dar lo mejor, porque entiende que su servicio es una extensión de su adoración.
Al igual que David, que no estaba dispuesto a ofrecer a Dios algo que no le costara, nosotros tampoco podemos ofrecerle una adoración vacía o un servicio mediocre. La verdadera adoración se revela en el costo que estamos dispuestos a asumir, y la verdadera excelencia en el servicio es una expresión tangible de un corazón que honra al Señor.
Paz,
Daniel
Referencias Bonhoeffer, D. (1959). El costo del discipulado. Desclée de Brouwer. Tozer, A. W. (2018). El Conocimiento del Dios Santo. El Grano de Mostaza.