Introducción
El domingo 10 de agosto, en nuestra congregación, tuve el privilegio de escuchar una predicación poderosa de mi pastor, el Rev. Milton Alvarado, basada en el capítulo 3 del profeta Ezequiel. No fue un sermón más; fue un mensaje que atravesó el corazón. El Espíritu Santo usó esa palabra para despertar en mí una inquietud: ¿estamos cumpliendo con nuestro deber de ser atalayas en este tiempo?
Ese día no salí del templo igual. La imagen del atalaya bíblico no es una metáfora ligera, sino un llamado a la responsabilidad, a la vigilancia y a la proclamación fiel de la Palabra de Dios. En este artículo quiero compartir contigo lo que el Espíritu me llevó a estudiar y reflexionar, con la oración de que también encienda en ti el deseo de levantarte como vigía fiel en medio de un mundo en tinieblas.
El contexto de Ezequiel: un profeta en el exilio
Para comprender la fuerza del llamado al atalaya, debemos ubicarnos en la vida de Ezequiel. Él no era un predicador cualquiera; era un sacerdote deportado al exilio en Babilonia (alrededor del año 597 a.C.), junto con el pueblo de Israel que había perdido su tierra, su templo y su identidad.
El pueblo estaba desanimado y rebelde. Había quienes aún creían que todo volvería a la normalidad, y otros que ya habían caído en la desesperanza. Es en ese ambiente que Dios levanta a Ezequiel y le dice:
“Hijo de hombre, yo te he puesto por atalaya a la casa de Israel” (Ez. 3:17).
El mensaje es claro: aunque Israel esté lejos de Jerusalén y viva bajo dominio extranjero, Dios no ha dejado de hablar. Levanta una voz profética en medio de la crisis, y esa voz tiene la responsabilidad de advertir y de guiar.
El oficio del Atalaya en la antigüedad
El oficio del atalaya no era decorativo. En una ciudad amurallada, el atalaya se situaba en lo alto de la torre, observando con atención el horizonte. Su mirada no podía distraerse. Si venía un ejército enemigo, debía sonar la alarma. Si veía peligro, debía advertir al pueblo.
De la fidelidad del atalaya dependía la seguridad de cientos de personas. Si fallaba en su deber, su negligencia podía costar vidas.
Ezequiel toma esa imagen conocida para aplicarla al ámbito espiritual: el peligro que acecha al pueblo no son solo ejércitos babilonios, sino la muerte espiritual causada por el pecado y la rebelión contra Dios.
Exégesis de Ezequiel 3:17–19
- Versículo 17 – El llamamiento divino
“Hijo de hombre, yo te he puesto por atalaya…”
Aquí hay tres elementos claves:
– “Yo te he puesto”: el atalaya no se nombra a sí mismo, ni la comunidad lo elige. Es un llamamiento directo de Dios.
– “A la casa de Israel”: el ministerio del atalaya tiene destinatarios concretos; no es un ejercicio abstracto, sino una misión hacia personas reales.
– “Oirás… y amonestarás”: el atalaya no habla lo que quiere, sino lo que oye de la boca de Dios. La fidelidad es al mensaje recibido, no a la conveniencia del momento. - Versículo 18 – La advertencia al impío
“Cuando yo dijere al impío: De cierto morirás; y tú no le amonestares… su sangre demandaré de tu mano.”
Aquí aparece la dimensión ética del ministerio profético. El silencio del atalaya no es neutralidad: es complicidad. Callar ante el pecado es cargar con responsabilidad de muerte. Esta enseñanza anticipa el principio que Pablo expresa siglos después: “¡Ay de mí si no anunciare el evangelio!” (1 Cor. 9:16). - Versículo 19 – La responsabilidad personal
“Pero si tú amonestares al impío, y él no se convirtiere… tú habrás librado tu alma.”
Este versículo establece un balance precioso: el atalaya no controla la respuesta del oyente, pero sí responde por su fidelidad al mensaje. La salvación o condenación de cada persona depende de su decisión, pero la obediencia del mensajero asegura que no cargue culpa por omisión.
Implicaciones para la iglesia hoy
El texto de Ezequiel no es historia antigua sin aplicación. En Cristo, todos hemos recibido el llamado a ser testigos (Hch. 1:8), y la función del atalaya se actualiza en la misión de la iglesia.
- En lo personal: Cada creyente es un atalaya en su entorno. ¿Qué hacemos con la oportunidad de advertir a un familiar, un vecino, un compañero de trabajo? Callar por temor al rechazo es equivalente a descuidar la torre. El silencio cómodo nos hace responsables de la ignorancia del otro.
- En lo congregacional: Las iglesias locales son torres de vigilancia espiritual en sus comunidades. Una iglesia que no proclama la verdad profética de la Palabra se convierte en un club social sin poder de transformación. Como comunidad pentecostal, marcada por la llenura del Espíritu, estamos llamados a proclamar con denuedo la Palabra que corta y sana a la vez.
- En lo social y cultural: Ser atalayas no significa aislarnos del mundo, sino advertir a la sociedad de los caminos de muerte que ha normalizado. Eso incluye levantar la voz en temas de injusticia, corrupción, violencia y decadencia moral. No es fácil, pero es necesario. El atalaya incomoda, porque su mensaje confronta.
El atalaya y el Espíritu Santo
En la tradición pentecostal, entendemos que el atalaya no habla por sí mismo, sino que es movido por el Espíritu Santo. Esa unción no es para espectáculo ni prestigio, sino para dar voz clara en medio de la confusión.
Así lo viví el 10 de agosto al escuchar al Rev. Milton Alvarado. No fue simplemente su elocuencia, sino la convicción del Espíritu que atravesó el mensaje. El Espíritu Santo sigue inquietando corazones, despertando atalayas que no se duermen ni callan.
La iglesia necesita más que programas; necesita hombres y mujeres que, llenos del Espíritu, no teman proclamar: “Así dice el Señor”.
El costo de callar y el descanso de obedecer
El pasaje de Ezequiel nos recuerda que callar tiene un costo eterno. Dios demandará la sangre del impío de la mano del atalaya negligente. Esa imagen es dura, pero nos confronta con la seriedad del evangelio.
Sin embargo, también hay descanso en la obediencia. El que habla fielmente la Palabra, aunque sea rechazado, libra su alma. La paz del atalaya obediente es saber que cumplió su deber, aunque las murallas no escucharan la alarma.
El llamado profético en tiempos modernos
Hoy no hay torres de piedra ni trompetas de bronce, pero hay redes sociales, medios de comunicación, micrófonos, aulas, y sobre todo, encuentros cara a cara. Dios nos llama a ser atalayas en esos espacios.
– El púlpito es una torre.
– La radio cristiana es una torre.
– La mesa del comedor, cuando se habla con los hijos, es una torre.
– Incluso un perfil digital puede ser torre, si se usa para advertir y proclamar la verdad.
La pregunta no es si tenemos espacios, sino si estamos dispuestos a usarlos para advertir y anunciar la Palabra de Dios.
Conclusión: del Atalaya a la Gran Comisión
El llamado del atalaya en Ezequiel prepara el terreno para la misión más grande dada por Cristo: la Gran Comisión. Ezequiel debía advertir al pueblo de Israel; Jesús nos envía a advertir y anunciar al mundo entero:
“Id y haced discípulos a todas las naciones” (Mt. 28:19).
El principio es el mismo: advertir del juicio venidero y anunciar la esperanza de vida eterna en Cristo. Ser atalaya es el preludio; ser misionero del evangelio es la consumación.
Este artículo es solo la primera parte. En la siguiente, exploraremos cómo la Gran Comisión expande el llamado del atalaya, y cómo la iglesia pentecostal, llena del Espíritu, está equipada para cumplir con esa misión global.